¿Seis años de cese?

El pasado viernes hizo seis años desde que ETA declaró el cese definitivo de su actividad armada y, desde entonces, la sociedad vasca se ha enfrentado al reto de recomponer los lazos rotos. Tomando como punto central la diversidad, es momento de solucionar parte de las consecuencias a día de hoy abiertas y construir un relato lo más amplio y diverso posible.

Haciendo una retrospectiva de los pasos dados hasta la fecha, el único que en estos 6 años nos da a entender que ha habido un conflicto armado es el desarme técnico, verificable y real del arsenal de ETA. Si bien es cierto que ha habido otros intentos de avance, ahí el ejemplo de los esfuerzos del EPPK para desbloquear la situación penitenciaria, es cierto que estos no han dependido de los procesos clásicos de resolución de conflictos, ni han podido atender a los estándares que marca la legalidad internacional. Es decir, desbloquear la situación de las personas presas, por ejemplo, sigue siendo a día de hoy una cuestión de gobiernos de estados – español y vasco, sobre todo – que responde más a cálculos políticos de beneficio electoral y partidista que a la urgencia humanitaria que la situación merece.

En estos seis años podríamos decir, además, que son pocos los avances institucionales en materia de paz, convivencia y memoria en una sociedad que necesita, precisamente, con urgencia esos avances. La mayoría de las experiencias que nos encontramos en este campo, sin embargo, son impulsadas desde los colectivos de base: vecinas, comunidades pequeñas, colectivos de mujeres y feministas, etc., que son quienes están dando los pasos reales para retejer esos lazos rotos. Estos liderazgos de base permiten democratizar la construcción de la paz y desplegar un proceso de forma popular y empoderadora para la sociedad.

Esa participación directa de la ciudadanía es positiva, puesto que permite que las garantías de no repetición necesarias en cualquier proceso de posconflicto estén aseguradas. Esas garantías están más garantizadas si cabe por el hastío y cansancio de la sociedad que por los verdaderos esfuerzos institucionales en materia de paz, memoria y convivencia. Las instituciones no pueden ser un actor diluido que fomente únicamente experiencias de construcción de paz parceladas y sin financiación y, que, además, en ocasiones, están condicionadas a negociaciones partidistas.

Las instituciones, y especialmente el Parlamento Vasco, no pueden limitar su papel a una ponencia de Paz y Convivencia en la que, además, no están participando todos los actores necesarios. Falta transparencia y transmisión, y un calendario claro donde se atisben políticas públicas que mejoren las vidas de las personas. Lo contrario no solo pone en riesgo el propio proceso, sino que puede traer consigo algo mucho más grave: un cierre en falso, una política de punto final de la que se derivarán consecuencias y cicatrices a medio y largo plazo que puede que cueste mucho curar.

Una de las claves para evitar este proceso puede estar en descentralizar los esfuerzos institucionales y dar fuerza a los municipios y sus experiencias. La creación de espacios de reconocimiento conjunto de memorias desde los municipios reforzaría la construcción de la paz y nos daría un mapeo diverso de las mil vivencias del conflicto. Ejemplos en esta línea podrían ser el recién constituido Foro Bilbao para la Paz y Convivencia o el informe de vulneración de derechos humanos de Lasarte –Oria.

Eso sí, la fuerza de transformación de estos espacios dependerá de la capacidad real de integrar la diversidad. Solo serán transformadores en la medida que no sean patriarcales, no haya ausencias justificadas, demandas silenciadas – especialmente las de la mujeres y las disidencias sexuales- y en la medida en que la gestión de la diversidad tome el centro.

Por otra parte, limitar la agenda de acción a procesos no integrales es, a nuestro parecer, un fallo en el que no deberían caer los actores que más implicados están en la construcción de un escenario de postconflicto real. Es decir, entender, por ejemplo, únicamente la desmilitarización como una disminución y/o marcha de las fuerzas del orden deja fuera la posibilidad de llevar a cabo una desmilitarización integral que modifique la mente y la disposición de los cuerpos en la sociedad. La mayoría de las mentes vascas están militarizadas y hay demasiados códigos éticos violentos normalizados. La militarización de la vida es compleja y está insertada en nuestros cuerpos, lenguaje y ética.

Además, la securitización de la sociedad vasca no solo es visible en el número de efectivos armados sino en la naturalidad con que se aceptan recortes de derechos y libertades. No es casualidad que sea el País Vasco uno de los lugares donde más se ha aplicado la llamada ley Mordaza.

Esa normalización de la limitación de derechos como los de reunión y expresión están, hoy, estrechamente ligadas con la militarización – lo vemos también en Cataluña –. Pero también afecta a ámbitos sociales a priori no relacionados con la seguridad. Considerar, por ejemplo, que una forma de lidiar con la violencia contra las mujeres es poniéndoles hombres militarizados que les “guarden las espaldas” responde claramente a una percepción poco integral de la violencia y bastante limitante de la militarización. Bajo la premisa de una mayor seguridad exponemos a más violencia las vidas de las mujeres y militarizamos todavía más sus cuerpos.

Un reto que no deberíamos pasar en los siguientes 6 años es, en este sentido, el de tejer esos lazos rotos de forma integral y aprovechar la existencia de marcos de debate existentes para ampliar el alcance del concepto de militarización.

Zuriñe Rodríguez, Itziar Mujika y Nora Miralles
Publicado el 23 de octubre de 2017 en la página de Hala Bedi Irratia

Tras la entrega de armas ¿qué?

Desde su anuncio, ha habido un goteo de información velada, especulaciones en medios y una voluntad rotunda de discreción bajo la premisa de asegurar al máximo el éxito del proceso. La mayoría de dudas sobre el quién, qué y cómo se va a llevar a cabo no han sido resueltas hasta tres días antes del Día D. Cierto es que, en los desarmes, hay fases en las que el blindaje de los detalles se hace necesario, especialmente cuando la precariedad del acuerdo o factores externos lo amenazan. También lo es que, a veces, ese secretismo puede deberse a otros motivos distintos: considerar innecesario que la sociedad civil conozca los detalles de un proceso –a priori- técnico, o concebir el desarme como un proceso que empieza y acaba con la entrega física de las armas.

Es indispensable, sin embargo, que la sociedad civil –entendida en su término más amplio– acceda a información oficial, clara y veraz que le permita juzgar autónomamente si el desarme se va a llevar a cabo o no con garantías objetivas. No es suficiente con asegurar desde los medios que el proceso «será completo, verificable y legal», sin especificar cómo van a trabajar los verificadores, cuál va ser el destino de las armas y qué instituciones van a respaldar y supervisar el proceso. Con más motivo se hace necesaria esa información si, como en el caso vasco, es la sociedad civil quien está liderando la construcción de la paz.

Así, confidencialidad y seguridad no deben confundirse con falta de transparencia y el equilibrio entre ambas deviene una responsabilidad política de primer orden que debe ser asumida sin titubeos. La agencia de las Naciones Unidas para el desarme, la desmovilización y la reintegración (UNDDR) destaca la transparencia como un principio básico en estos procesos, y a la sociedad civil como un actor clave a la hora de asegurar que los programas son realistas y bien comprendidos.

Explicar qué se puede contar y qué no, evitando secretismos injustificados, ayuda a llevar a cabo procesos incluyentes y no elitistas.

Por otra parte, entender el desarme como un proceso meramente técnico que culmina el día 8, resulta desfasado, poco realista y, sobre todo, arriesgado. Desfasado porque los propios estándares internacionales trabajan desde hace casi tres décadas con una perspectiva mucho más integral: los llamados procesos de DDR (Desarme, Desmovilización y Reintegración), que persiguen no sólo el final de la violencia a corto plazo, sino la consolidación de una paz duradera y la reinserción de quienes tomaron parte en la contienda a la vida «civil».

Poco realista y arriesgado porque el desarme no es un final, sino el principio de algo mucho más grande y complejo. La situación y el futuro de los presos y presas está sobre la mesa – incluso como contrapartida a una hipotética disolución- pero no es el único fleco que queda por cerrar ¿Qué sucederá, por ejemplo, con quienes están en clandestinidad? ¿Cuál va a su futuro? No es difícil imaginar que, lejos de plantearse una salida colectiva, les espera «todo el peso de la ley». Pero algún día saldrán a la calle, y lo harán con unas necesidades específicas que no por ignorarlas van a desaparecer. No se espera nada en este sentido del Estado Español más allá de lo puramente penitenciario, pero y del Gobierno Vasco, ¿qué se puede esperar?

Se abre, además, el reto de «desarmar» simbólicamente no sólo la política y los medios, sino a una sociedad que lleva más de 50 años normalizando códigos éticos y morales militarizados. Habrá que abordar la desmilitarización de forma integral. Desde la reducción de las fuerzas de seguridad hasta las mentes y los cuerpos. Desde las organizaciones políticas, lo cultural y lo simbólico, hasta los hogares y la construcción de los géneros. Y este proceso tiene poco de técnico. Al contrario, pertenece a la sociedad vasca en su conjunto, no a las instituciones, no a los gobiernos, no a cinco «artesanos de la paz». Nos apela a todas, también a las mujeres, a las disidencias sexuales, a las migrantes y a las vecinas de a pie.

Tras el 8, superado ya el escollo de la entrega de armas, se abre un espacio para nuevos acuerdos sociales, que harán necesario redefinir quién nos representa, quién lidera esa renegociación de acuerdos y dónde y entre quienes se toman las decisiones, para asegurar el carácter participativo y transformador del proceso. Y para garantizar, también, que la implementación de la desmilitarización se lleva a cabo atendiendo a las experiencias y demandas de todas. De no hacerlo, perderemos la oportunidad de promover un proceso que vaya más allá de la concepción tradicional, incompleta, patriarcal y elitista de los desarmes. Atendamos con altura de miras este reto.

Zuriñe Rodríguez, Nora Miralles e Itziar Mujika
Publicado el 6 de abril de 2017 en el diario digital Naiz

Paz, humo y cansancio

Tras cinco años del cese armado de ETA sigue igual de vigente la pregunta de si la sociedad vasca es, hoy, una sociedad en paz. Desde ese 20 de octubre del 2011, Gobierno vasco, partidos políticos y sociedad civil han presentado planes, propuestas y hojas de ruta centrados en avanzar en la construcción de una Euskal Herria sin ETA, abordando de forma más o menos exhaustiva su desmantelamiento y algunas de las consecuencias del conflicto armado como la dispersión de las presas, la necesidad de construir memoria o la situación de las víctimas.

Sin embargo, buena parte de las propuestas son prácticamente inviables fuera de un esquema clásico de proceso de paz; con el gobierno y el grupo armado como interlocutores principales. Descartada–o debería– la posibilidad de una negociación bilateral formal con el Estado español, las opciones basculan entre el estancamiento actual y la asunción de una verdad dolorosa: ETA ya no importa. Y su desarme no interesa a un Estado español que ve cómo el régimen político surgido de la Transición se desmorona.

Ante un estancamiento que algunos sectores temen que se cronifique, la propuesta del Foro Social de que sea la sociedad civil quien lidere el proceso se presenta como una solución imaginativa para romper el bloqueo. Un posconflicto bottom-up, construido de abajo a arriba, desde movimientos y espacios de base y no desde una élite negociadora, permitiría la participación de sectores tradicionalmente excluidos de los procesos: mujeres, disidencias sexuales o, simplemente, de las vecinas de los barrios y pueblos.

Pero implementar un proceso así no es sencillo cuando las garantías para la actividad política son todavía cuestionables. No, aún con ausencia de violencia no se puede hablar de todo. Vivimos la contradicción entre el discurso sobre la derrota de ETA y su permanencia como un problema policial, por un lado, y la continuidad de las medidas excepcionales y la doctrina del “todo es ETA”, por el otro. Y parte de esa sociedad civil que debería liderar el proceso sigue operando bajo la amenaza permanente de la judicialización de la política.

En el limbo en el que se encuentra ETA, la propuesta del Foro Social de crear una comisión de verificación mixta para el desarme –participada por gobierno vasco, sociedad civil, partidos políticos y expertas de otros países– emerge como única salida a la encrucijada actual. A su vez, dar este paso adelante supondría un claro ejercicio de desobediencia y valentía política que algunos actores que pueden estar comprometidos con este escenario no parecen dispuestos a asumir.

La apuesta por un proceso liderado por la sociedad civil significa mover ficha, abandonar el discurso paralizador y victimista de la incomparecencia del otro sin renunciar a denunciar el comportamiento antidemocrático y la falta de voluntad del Estado español. Sin que eso signifique que el énfasis en la reconstrucción de la convivencia, lo que llaman “reconciliación”, nos haga pasar por encima de las consecuencias del conflicto, de las que perviven y de las que están por llegar.

Hay quien para imaginar este proceso se ha inspirado en Irlanda, desde una mirada, creemos, parcial, desoyendo el peligro de replicar los errores y carencias de un proceso que dista mucho de ser perfecto. Un ejercicio de copia y pega que obvia que, 18 años después del Acuerdo, la del Norte de Irlanda es una sociedad con una altísima incidencia de violencia machista y una alta tasa de alcoholismo, adicción a las drogas, trastornos mentales y suicidios, con especial incidencia en mujeres, jóvenes y excombatientes. No es casualidad. Una evaluación crítica del proceso norirlandés nos obliga a priorizar cuestiones tan claves como el abordaje colectivo e íntegro de las consecuencias del conflicto y de una desmovilización física, psicológica y de género de quienes han participado activamente en él. La invisibilización de sus efectos psicosociales en víctimas, excombatientes, presas, ex-presas y familiares; y la desmilitarización entendida únicamente como el abandono del territorio por parte de las fuerzas de seguridad foráneas, no son inocuas y pueden tener efectos negativos a medio plazo. Miremos pues, a Irlanda, pero mirémosla en toda su complejidad.

Sin un abordaje integral de la militarización, es decir, de las lógicas que impregnan de violencia la gestión de los conflictos, y también de los modelos de género que han surgido de esas lógicas, estas consecuencias terminarán emergiendo y castigando, con especial dureza, los cuerpos y vidas de las mujeres y las disidencias sexuales.

No podemos esperar otros cinco años para abordar esas consecuencias invisibilizadas en la sociedad vasca patriarcal. La gestión colectiva del trauma de quienes sufrieron la violencia y de quienes participaron de ella, la salud emocional y psicológica de las personas presas o la sobrecarga de trabajo afectivo y de cuidados que la dispersión penitenciaria ha generado y genera en las mujeres, no pueden seguir siendo elementos periféricos en este proceso liderado por la sociedad civil.

En el caso de los y las prisioneras, la ofensiva del Estado para renuncien a la defensa conjunta de sus derechos, que tiene como último objetivo -bajo nuestro punto de vista- la desaparición del sujeto colectivo, es decir, el EPPK, a cambio del fin de la dispersión, entraña también un peligro evidente. En este sentido, la individualización de sus casos dificulta, precisamente, abordar de forma organizada y efectiva esa desmilitarización integral, y también su reintegración en la sociedad vasca, alimentando además una sensación de orfandad y desamparo que no va a favorecer la gestión de las consecuencias emocionales y psicológicas. La desaparición del sujeto colectivo y el olvido de los efectos cotidianos que genera su situación, supondría además abandonar a su suerte a la red que les sostiene, sus familias, pero especialmente a sus esposas, compañeras, madres, hermanas e hijas.

Más allá de los riesgos que exponemos, los procesos de paz son escenarios privilegiados para la renegociación de los acuerdos sociales y de género. Una oportunidad que no podemos desperdiciar para incorporar a quienes han sido excluidas hasta el momento de los planes y hojas de ruta para la paz. Sólo hay una forma de hacerlo y es aceptando que la sociedad vasca no es ni será una sociedad en paz mientras siga siendo estructuralmente violenta, y especialmente, mientras perviva la distinción entre la violencia política en el ámbito público y la violencia política en el ámbito privado. Decir que en estos 5 últimos años no ha habido que lamentar ninguna muerte es olvidar que en la sociedad vasca las mujeres y las niñas siguen siendo asesinadas y agredidas en su hogares y en las calles. El proceso de paz no ha alcanzado, pues, a los machistas vascos, y los feminicidios siguen sin reparación, sin justicia, sin reconocimiento y sin memoria.

Por ello, es necesario ir más allá de fórmulas técnicas y legales y abordar de una forma profunda cuál es la paz que queremos construir y sobre todo, para quién. Y aquí tenemos espejos inspiradores, como el caso de Colombia, a la hora de entender los feminicidios, por ejemplo, como un ataque al propio proceso de construcción de paz y de poner sobre la mesa los riesgos que entraña que las masculinidades militarizadas sean reincorporadas a la sociedad sin un control. En ese mismo sentido, una paz sin perspectiva de género no sólo será siempre una paz elitista y patriarcal, sino que puede contribuir al fracaso del propio proceso. Y en eso tendremos responsabilidades.

Nora Miralles, Zuriñe Rodriguez e Itziar Mujika
Publicado el 21 de octubre de 2016 en la página de Hala Bedi Irratia

Bakea, kea eta nekea

ETAk bere jarduera armatua uztea iragarri zuenetik bost urtera, oraindik galdera da: euskal gizartea bakean dago? Ordutik euskal gobernua, alderdi politikoak eta gizarte zibilak ETArik gabe bizitzeko oinarri duten planak, proposamenak eta bide orriak aurkeztu dituzte, sakonduz ETAren antolakuntza militarraren deuseztatzean, gatazka armatuaren ondorioetan zein presoen, desarmearen edo biktimen egoeraren inguruan.

Proposamen hauetako asko bideraezinak dira bake prozesu klasikoen eskemetatik kanpo, non gobernua eta talde armatuak elkarrizketari nagusi diren. Estatu espainiarra solaskide duen alde biko elkarrizketa formalaren aukera alderatuta —hala behar luke— egun geldialdiaren eta egia mingarri baten artean gaude: estatu espainiarrari ETAren desarme formala eta ordenatua ez zaio interesatzen.

Sektore asko egoera kronifikatzearen beldur bada ere, Foro Sozialaren proposamenak, bake prozesua gizarte zibilak gidatu beharreko prozesutzat identifikatzen duenak, blokeoa hautsi dezakeen aukera aurkezten du. Gatazka oste bottom-up bat, hau da, behetik gorantz eraikitakoa, tokiko jendarte mugimendu eta espazioetatik, eta ez elite negoziatzaileetatik, ahalbidetuz emakumeen, sexu disidentzien edota auzoetako bizilagunen parte hartzea, kasu.

Jarduera politikorako bermeak zalantzazkoak direnean, gisa honetako prozesu baten inplementazioa ez da erraza. ETAren iraunkortasunaren edo galeraren arteko talka, batetik, arazo poliziala balitz bezala, eta, bestetik, neurri berezien eta «dena ETA da» doktrinaren jarraipenaren baitan bizi dugu. Eta prozesu hau gidatu beharko lukeen gizarte zibil horren zati batek politikaren judizializazioaren etengabeko mehatxupean dirau.

ETA dagoen linboan, Foro Sozialak desarmatzerako egiaztatze batzorde misto bat eratzeko proposamena irteera bakartzat gailentzen da. Gizarte zibilak gidatutako prozesu baten aldeko apustuak fitxa mugitzea eskatzen du, diskurtso paralizatzaile eta biktimista alboratzea eta estatu espainiarraren borondaterik eza eta jarrera antidemokratikoa salatzea. Horrek ez du esan nahi bizikidetzaren berreraikuntzak, adiskidetzea deitutakoak, dirauten eta oraindik iristeke dauden gatazkaren ondorioak kontuan hartu behar ez dituenik.

Bada prozesu hau imajinatzeko Irlandan inspiratu denik, ikuspuntu partzial batetik eta perfektu izatetik urruti dagoen prozesu baten akatsak begiratu gabe. Bistan da, ordea, akordioa sinatu zenetik 18 urtera Irlanda iparraldekoa indarkeria matxista, alkoholismoa, droga menpekotasuna, buru nahasmendua eta suizidio maila oso handiak dituen gizartea dela, eragin berezia dutenak, gainera, emakumeengan, gazteengan eta borrokalari ohiengan. Ez da kasualitatea.

Analisi kritiko batek gatazkaren ondorioen abordatze kolektibo eta integrala lehenestera behartzen gaitu, bai eta gatazkan modu aktiboan parte hartu dutenen desmobilizazio fisiko, psikiko eta generozkoa egitera ere. Gatazkaren ondorioak biktimengan, borrokalari ohiengan, presoengan eta familiengan ez ikusteak, eta desmilitarizazioa soilik kanpoko segurtasun indarren kanporatze gisa ulertzeak, ondorio larriak sor ditzakete epe ertainera. Begira diezaiogun Irlandari, baina bere osotasunean.

Militarizazioaren inguruko lanketa integral bat egin gabe, hau da, gatazken kudeaketa indarkeriaz kutsatzen duten eta logika horietatik sortzen diren genero ereduen inguruko lanketa oso bat egin gabe, gatazkaren ondorio horiek gailendu egingo dira, eta zuzenean zigortuko dituzte emakumeen eta sexu disidentzien gorputzak eta bizitzak.

Ezin dugu bost urte gehiago itxaron gizarte euskaldun patriarkalean inbisibilizatutako ondorio horiei heltzeko. Indarkeria gauzatu eta pairatu dutenen traumaren kudeaketa, presoen osasun emozionala eta psikologikoa zein sakabanaketak emakumeengan eragin dituzten zaintza lan eta lan afektiboen gainkargak ezin dira izan aurrerantzean elementu periferiko gizarte zibilak gidatutako prozesu honetan.

Presoen kasuan, sakabanaketaren amaieraren truke hauek euren eskubideen defentsa kolektibo bati uko egiteko ofentsibak azken helburutzat du subjektu kolektiboaren desagerpena, EPPKrena, arrisku larria suposatzen duena. Kasu horien indibidualizazioak zaildu egiten du, desmilitarizazio integrala zein integrazioa modu antolatu eta efektiboan garatzea, gatazkaren ondorio psikologiko eta emozionalei aurre egitea ekidingo duen babesgabetasun sentipenak elikatuz. Subjektu kolektiboaren desagerpenak eta horien egoeraren eguneroko ondorioen ahanzturak, gainera, euren bizitzak sostengatzen dituzten sareak bertan behera uztea suposatzen du, batez ere euren emazteak, neska-lagunak, amak, arrebak eta alabak.

Arriskuez harago, bake prozesuak agertoki pribilegiatuak dira akordio sozialak eta genero erregimenak berriro negoziatzeko. Ezin da galdu orain arte bakerako plan eta bide orrietatik kanporatuta geratu direnak batzeko aukera. Hori egiteko modu bakarra dago, onartuta euskal gizartea ez dela eta ez dela izango gizarte baketsu bat estrukturalki biolentoa den bitartean, eta, batez ere, eremu publikoan eta pribatuan burututako indarkeria politikoaren bereizketak darraien bitartean. Azken bost urteotan hilketarik izan ez dela esateak adierazi nahi du euskal gizartean emakumeak erailtzen eta erasotzen jarraitzen dutela. Bake prozesua, beraz, ez da matxista euskaldunengana iritsi, eta feminizidioak erreparaziorik, justiziarik, errekonozimendurik eta memoriarik gabe dirau.

Horregatik, beharrezkoa da formula tekniko eta legaletatik harago nolako eta norentzako bakea eraiki nahi dugun ardaztea. Hemen, baditugu ispiluak, Kolonbiako kasua lez, feminizidioak bake prozesuaren aurkako eraso gisa ulertuz eta mahai gainean jarriz maskulinitate militarizatuak kontrolik gabe gizarteratzearen arriskuak. Beraz, genero ikuspunturik gabeko bakea ez da soilik bake elitista eta patriarkala izango, baizik eta prozesuaren beraren huts egitea ahalbidetu dezakeena. Eta, hemen, erantzukizunak izango ditugu.

Nora Miralles, Zuriñe Rodriguez eta Itziar Mujika – Ikerlariak
2016ko urriaren 20an argitaratuta Berria egunkarian